jueves, 15 de diciembre de 2011

Memento V

Los arreglos de la casa proceden lenta e inconstantemente al ritmo de mis sobresaltadas finanzas. La casa no tiene prisa, nada altera su aspecto inmutado, pero estos frescos retoques que le voy otorgando devuelven a los muros y a los muebles su antiguo esplendor.

Para sobresaltos, el de una noche de agosto, cuando regaba las plantas en el pequeño balcón. En esta época, para mantenerlas vivas y frondosas debo regarlas a diario por la noche bastante tarde, cuando los acalorados transeúntes desaparecen del pequeño callejón.

Estaba en camisón y descalza, segura de que a esas horas ninguno de los ancianos vecinos,-en su mayor parte de vacaciones en sus pueblos, lejos del oprimente calor bochornoso de esta ciudad-, estaría asomado o si quiera despierto. Mientras me inclinaba casi peligrosamente sobre la barandilla para mejor atinar con la regadera en los helechos de la jardinera exterior, oí llamar:

˗˗¡Oye!

A pesar del calor pegajoso, sentí un escalofrío por la espalda que me erizó los pelillos de la rabadilla. ¡Era el vecino! ¡Y me tuteaba!

Tras dejar pasar algunos segundos necesarios para reponerme de la impresión de saberle ahí, en el balcón de al lado obervándome por detrás, me di lentamente la vuelta con la regadera aún en la mano. Estaba ahí, vestido con pantalón corto y camiseta interior sin mangas, el cigarrillo pendido de sus labios, los brazos apoyados a la barandilla descargando el peso de sus delgadísimas piernas. Pálido, el pelo apelmazado, los ojos como huevos bajo las espesas lentes.

No me dió tiempo a saludar, aunque fuese entre dientes y antes de retirarme apresuradamente al interior, pues volvió a repetir, con voz cortante y átona:

˗˗¡Oye!

Y siguió, sin más preámbulo:

˗˗Se ha muerto mi madre.

Me acordé inmediatamente de las primeras palabras de El Extranjero, aujourd'hui maman est morte, dichas con la misma brutal frialdad, con ese desapego casi psicótico. El escalofrío que había sentido pocos minutos antes se convirtió en helor, penetrante y paralizador ante la noticia y porque ésta me había sido dada sin anestesia alguna.

La madre de Pepito había muerto. La ocurrencia de tal suceso me parecía tan imposible que tardé muchos segundos en comprender su magnitud: la madre de Pepito, de la cual yo sólo conocía su voz, había dejado de llamar.Yo habría dejado de escuchar esa continua, monótona, incesante y única llamada a través de la delgada pared del salón: pepitooo, pepitooo. El perpetuo lamento de la anciana mujer, que me había acompañado durante años, a todas horas, había cesado para siempre. Un cálido cosquilleo, casi como un principio de excitación, se removió por mi cuerpo.

Sin embargo, esa sensación de liberación quedó al momento ofuscada por la inevitable pena que el óbito de otro ser, aunque no le conozcamos, nos produce. Además la muerte de un genitor, por muy mayor que sea, representa uno de los pesares más grandes por el que todos, antes o después, hemos de pasar.

˗˗ ¿Cuándo ocurrió? ˗˗le pregunté en un esfuerzo por empatizar con su dolor y no dejarle ahí solo, sin una palabra amable.

˗˗ Ahora mismo, no hace ni diez minutos.

Estaba claro que, a pesar de su usual rareza y de su trato poco sociable, se encontraba traumatizado.

˗˗ ¿Has llamado a alguien? ˗˗le pregunté queríendome asegurar de que era capaz de mantener la situación bajo control.

˗˗ Estoy esperando al médico.

˗˗ ¿Y a la familia?

˗˗ Están todos en el pueblo.

Claro, normal. Con ese calor. Ya me veía haciendo vela con Pepito y su madre de cuerpo presente, Dios quiera en la otra habitación.
Otra imagen me saltó a la mente: la mecedora y la peluca de Norman Bates en Psicosis. Mi fantasía siempre se pone en marcha ante las situaciones más increibles. Pepito en bata y con peluca. Mi rabadilla ya estaba contraída.

Entonces decidí arriesgarme haciéndole la pregunta que podía determinar esa posibilidad:

˗˗ ¿Necesitas algo?

Se quedó mirándome fijamente. En ese momento el ruido de un motor nos anunció la llegada del médico. Mientras éste aparcaba, Pepito se retiró precipitadamente, sin haberme contestado. Oí cómo el médico entraba en su casa y se marchaba a los pocos minutos. Me quedé indecisa, mientras mi conciencia me empujaba a llamarle a la puerta para ofrecerle aunque fuese una infusión.

Tras un par de horas oí pasos por el rellano y voces de mujeres mayores: algunas amigas o parientes de la difunta habían acudido y fueron ellas las que acompañaron a Pepito y a su madre en esa larga noche de agosto.

Las plantas se quedaron varios días sin riego.

Memento mori.